miércoles, 5 de agosto de 2009

RE } INICIO DE ACTIVIDADES

Taller de cuento
FCE Librería “José Luis Martínez”

Martes
5 a 7
Coordinador: Luis Fernando Ortega (044 33 1 1754 997)

Nos reunimos para compartir nuestras lecturas y experiencias narrativas, con la intención de aplicarlas en el trabajo de creación individual.
Este taller está diseñado para aprender a sacar provecho de las propias ideas, motivar nuestra creatividad e introducirnos en el análisis de contenidos literarios (de textos propios y de obras publicadas)

jueves, 25 de junio de 2009

Cuento Universidad de Chapingo

Felicitamos a
María Teresa Figueroa Damián
integrante de nuestro Taller de cuento
por haber obetenido el Primer Lugar en el
Concurso Cuentos Campiranos de la
Universidad Autónoma Chapingo.
portal.chapingo.mx/contenidos/content/view/89/2/

miércoles, 27 de mayo de 2009

Ma. Teresa Figueroa Damián

LA JEFA

Está chida la foto, lástima que le pusieron esas palabras. Pero la voy a recortar y seguro que más adelante nadie se va acordar de lo que dijeron. Nunca habíamos salido en el periódico, y míranos, parecemos pirrurris: la Jefa sonriendo nosotros con nuestros mejores trapitos. Pero de verás que se pasó.

Como siempre exagerando eso de limpiar, hasta el jabón lava. Bien pudo evitar estos trastornos, empeñamos hasta las cubetas. Cuando los chamacos crezcan y vean el recorte les voy a decir que estábamos festejando a la Jefa y no será mentira porque sí que fue festejo.

¡Ay Jefa! a ver si para la otra se fija y deja de andar desentilichando la casa como acostumbra. Y Carlos que dejó ahí la tal tarea. ¿Desde cuándo estaría guardada? Yo todavía no me casaba pero me acuerdo que vi los huesos oreándose en la azotea. Todos los vimos pero Carlos dijo que era un trabajo que le dejaron en la Facultad y que cada es estudiante iba a armar un esqueleto.

El ministerio público nos habló como si estuviera ladrando, que ustedes son los cómplices, que la mujer parricida, así le puso a la Jefa. Carlos fue el único que tuvo ánimos de explicar lo de la tarea: que era parte de la clase de anatomía, que en ese tiempo era fácil conseguir la osamenta nomás con una propina. A nosotros nos pareció muy claro, muy convincente pero el Sr. Agente que no, que auto ¿o acta? de formal prisión. Mamá muy digna con su falda que se pone para ir a las juntas en la colonia, nomás dijo que estaban en un error, que ella nomás había descombrado el cuarto de las escobas y que encontró ahí los huesos.

Para algo tan simple tuvimos que conseguir un abogado y pagar fianza. Vuelta y vuelta. Con la angustia de que se nos fuera a enfermar o que la fueran a lastimar en la penal. ¿Será tan difícil entender que ella sólo quería limpiar la casa? Declaró una, dos, diez veces que le pareció correcto juntar todo en un costal y sacarlo cuando pasó el camión de la basura. Cuando escuchó en el noticiero de lo que llamaban el macabro descubrimiento ni siquiera pensó que tuviera que ver con ella. Empezó a preocuparse cuando vio que pasaban las patrullas y que el personal de limpia señalaba nuestra acera. Pero lo peor, cuando llegaron los policías y preguntaron que si en esa casa habían tirado un costal con restos humanos, no fue capaz de negarlo. Con toda la ingenuidad dijo que sí, que ella había sido. ¡Ay jefa!

Menos mal, después de tanto problema, y de tanto gasto ya estamos de vuelta en casa. Y salimos muy bien en ese retrato, los tres hijos abrazando a su madre, lástima que debajo se lea “por falta de pruebas sale libre la vieja encostaladora”

miércoles, 20 de mayo de 2009

Martha Eugenia Colunga Bernal

SIN ALIENTO


Lo siento, ¿Tienes un chicle o una menta?, le pregunta Ramiro al despachador de gasolina, antes de bajarse de su coche y tratando de taparse la boca con las pocas hilachas que quedaban de su viejísima bufanda azul.

Ya estaba cansado. ¿Cuántas veces más tendría que recorrer la misma vieja carretera hasta la Barranca de Huentitán? ¡Y, pa’cabarla —se lamentaba en voz alta—, cada vez está más cara la gasolina. Esto ya no es negocio.
— ¿Y qué vas a hacer al respecto?, ¿vas a renunciar, a dejarnos aquí, a medio camino? La ronca voz que venía del asiento trasero lo hizo brincar. Ajustando el espejo retrovisor, trató de identificar la cara del hombre que le hablaba, pero las luces altas del camión que venía atrás lo deslumbraban. Era lo malo de tener un coche tan viejo, sin las comodidades modernas de los nuevos que traían espejos anti reflejantes y estéreo; necesitaba ambas cosas ya que, como nunca manejaba de día y tampoco era seguro que se aparecieran pasajeros con quienes platicar las noches que salía, por lo general se aburría mucho.
—Pues no, claro, tampoco —le respondió, subiéndose el cierre de su chamarra hasta el cuello—. Todavía no junto lo suficiente para comprar mi coche nuevo. Me gustaría tener un Mustang último modelo, un 2000, negro… le voy a poner rines de magnesio, voy a subir las llantas de atrás, le voy a poner su spoiler y…
— ¡No, no friegues! —lo interrumpió otra voz que, aunque parecía de alguien más joven, no dejaba de ser igual de ronca que la anterior—. ¿Te vas a deshacer de esta maravilla? ¡Pero si es un clásico, hombre! Ahorita vale una fortuna. ¿Cuántos Ford Fairlane Galaxie 500 crees que quedan en Guadalajara; sobre todo así, como tú traes éste, enterito, con todo original?, ¿Qué año es: 50, 52?
Ramiro suspiró profunda y ruidosamente, al tiempo que bajaba el vidrio para aspirar la brisa fresca. Le irritaba tener clientes como estos, que se las daban de conocedores. Aunque, cuando le tocaban, trataba de ser paciente y tolerante. Después de todo, aunque no estaban ahí porque él lo quisiera, ya que su trabajo se limitaba únicamente a recogerlos de donde le ordenaban y llevarlos a la Barranca; pensaba que era su responsabilidad hacerles el viaje lo más placentero posible. Prendió su Marlboro sin ofrecerles ni preguntar si les molestaba el humo.
— 51. Lo tenemos desde nuevo. Mi padre me lo heredó junto con el negocio. A mi no me gusta. ¡Además, me cuesta un huevo mantenerlo como está! Pero, ni modo, mientras siga trabajando en esto lo tengo que conservar… ya sabes, por la cajuela. En los carros nuevos no cabe ni un enano.

— ¡Futa, madre; no manches, Ramiro! —le responde el despachador abanicándose la cara con ambas manos— ¡Háblame de ladito, güey y mejor quédate en el coche! ¿Por qué no te compras tus propios chicles, cabrón? Cada vez que vienes es lo mismo… ¡traes un pinche aliento a muerto que no se aguanta!



Guadalajara, Jal. 1 de mayo del 2009.
Martha Eugenia Colunga Bernal.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Javier Rizzo

Los panales de Témpolis

La mañana en que llegamos parecía más una tarde bañada por la agrupación de nubes. Mi amigo Costacurta sugirió el departamento aislado entre las calles lujosas y húmedas de Ciudad Satélite, para llevar a cabo nuestro propósito. Pensó que el clima nos regalaría alguna experiencia sin duda. Lo juzgamos como el lugar ideal para que yo dejara de ver sólo el principio y el final de los acontecimientos en mi vida.
—Ahora, te toca ser alguien normal, dijo. Finalmente conocerás las cosas que has dejado escapar desde que comenzó tu padecimiento.
Costacurta quiso retarme nuevamente y sacó de su cartera una tarjeta en blanco donde anotó el número de su consultorio. Apenas la puso en mi mano y nos sorprendió ver desvanecidos los últimos tres números. Costacurta en ocasiones debía aborrecerme como su paciente; su amistad y cercanía hacía mí implicaba que el tiempo suyo también corriera a velocidades exorbitantes. Ambos quisimos entender qué pudo haber ocurrido en cuestión de segundos para ver derretidos los tres números.
—Para comprender tu problema temporal, dijo Costacurta, puedo imaginar el fluir angustiante de una cascada. Es evidente cómo se te ha negado ver gota por gota como cualquier humano percibe acontecimiento por acontecimiento.
Costacurta frotó el frío de sus manos y prometió colaborar más. Que yo lograra conocer los tres últimos números de la tarjeta sería la prueba de mi recuperación. Le repetí que el hecho de padecer de «brechas temporales» no era precisamente una enfermedad.
Cruzamos a la acera de enfrente para ver desde lejos el conjunto de apartamentos semejantes a las celdas que las abejas construyen para sus propios panales. Los nombramos Panales de Témpolis, haciendo honor a la calle donde se encontraban.

La mañana en que llegamos parecía más una tarde bañada por la agrupación de nubes. Costacurta me palmeó la espalda, afirmando que no conocer desde luego algunas «brechas» sería ventajoso.
—Solamente piensa en los numerosos judíos que pudieron pasar desapercibido el proceso de su holocausto. Algunos terroristas quizá se vieron sobre una camilla en Guantánamo sin haber experimentado las infames torturas. Costacurta notó la acidez de sus comentarios y optó por escucharme cuando le dije que si ignorábamos los problemas sociales, éstos no podrían ser corregidos en el futuro, y si hay algo cruel en esta vida, es la indiferencia hacia los momentos importantes que llevan a uno al arrepentimiento. Las únicas coincidencias que nos dejaban seguir el proyecto con éxito eran, uno: a la tarjeta que me entregó se le habían borrado los últimos tres números y yo debía conocerlos y, dos: la estrategia para detener el tiempo tendría éxito cuando yo permaneciera aislado en el departamento de enfrente, pues era mejor opción después de nuestro fracaso en el periférico de la ciudad. La tortuosa espera en el anillo capitalino a las dos de la tarde provocó el estrés necesario para conseguir la detención del tiempo. Pero cuando el éxito parecía avecinarse, un hombre notó el comportamiento inusual del conductor del auto contiguo, sin saber que su generosidad estaba por interrumpir el proceso.

Por la densidad de las nubes, la mañana en que llegamos se sentía como una tarde. Decidimos subir al departamento. Encontramos un salón grande que nos obligó a preguntarnos qué pudo haber sido antes este lugar. Costacurta opinó que para él se trataba de un salón de sesiones fotográficas con moda puramente francesa.
—Aquí, unas chicas pálidas y extradelgadas iniciaban las sesiones artísticas, con el rostro inmutable ante los flashazos que iban al ritmo de una música búlgara o la melodía de algún instrumento tailandés, para después autoalabarse en cualquier revista superficial.
Esta vez la acidez en Costacurta era más aceptable y fue lo que me animó a asegurarle que en este lugar yo detendría el tiempo. Me palmeó la mejilla y brindamos con nuestras cervezas. Después se llevó las botellas, una caja de cartón abandonada, y quitó los focos del techo para que yo evitara toda distracción al permanecer encerrado por lo menos durante tres meses, asistido cada dos días de alimentos y algún cambio de ropa. Estuve convencido del plan cuando me contó que un conocido suyo que provenía de Bratislava, había terminado con su prometida, sin darle explicación alguna. Retirado en los Montes Cárpatos, sufrió, día y noche, la necesidad de volver con ella. Tanta fue su agonía que el tiempo, desde su percepción, llegó a lentitudes extremas; su reloj casi se paralizó, y finalmente, tuvo delante de él todas las «brechas» que había vivido sin saberlo. El mismo propósito yo debía correr, entre cuatro paredes blancas, exentas de ventanas por las que pudiera uno desear nuevamente la esperanza.
—Aquí sufrirás, me dijo Costacurta, la sensación de lentitud en cantidades trágicas y suicidas, como ocurrió con aquel conocido. Pero en el último instante de tu frustración podrás ver el tiempo detenido, eternizado, créemelo, es la única manera de recuperar una vida normal.
Anhelé que oscurecieran los días y transité hambriento las noches, sufriendo baños de agua helada, sin una voz o una mirada que se compadecieran de mi condición. Al cumplirse el día noventa de encierro pensé en comerme una hormiga que cruzaba el surco divisor entre un mosaico del otro. Por fortuna, lo que impidió tal acto fue el momento en que creí ver la cantidad de hexágonos pegajosos invadiendo el cuarto. Observando cada uno de ellos pude interpretar las «brechas temporales» que revelaron los eventos que no imaginé haber vivido. En el hexágono de la esquina superior derecha se manifestó un acontecimiento sorprendente. Era Costacurta entregándome la tarjeta; era el instante en que yo la tomaba, y después de mirar el número la oculté de la lluvia que se había desatado durante esa mañana. Quise correr bajo una cornisa pero él propuso que disfrutáramos el momento. Pateamos charcos de agua que nos empaparon, y las risas se confundieron con el claxon de un auto que también contribuyó en nuestro baño urbano. Tiritando llegamos a la tienda de la esquina y compramos un par de cervezas para brindar por el proyecto en puerta.
—Quién viera tus técnicas terapéuticas, le dije a Costacurta con el rostro insólito. Dime, ¿Qué médico se atrevería a tomar tan absurdo proceso para recuperar la felicidad en su paciente después de saltar bajo la lluvia con él?

Los nombramos Panales de Témpolis haciendo honor a la calle donde se encontraban. Durante horas caminamos, admirando la zona residencial, los autos de lujo sobre las calles ondeantes, y después, dos hombres nos invitaron a jugar en un campo de golf hasta quedar secos de la lluvia. Cayendo la tarde (que más se parecía a la mañana en que llegamos) regresamos a la misma acera frente al departamento abandonado. De pie, ante mi amigo, saqué la tarjeta que contenía su número; los tres últimos dígitos estaban corridos a causa del agua. Aquel ilusorio panal se desvaneció ante mí y reaccioné como si hubiera despertado de una sesión hipnótica. La pequeña hormiga apenas saldría del surco que separaba los dos mosaicos. Un gozo con sabor a almíbar me dio el valor para tumbar a patadas la puerta del departamento y correr a la tienda de la esquina. Me facilitaron un teléfono y marqué el número ahora memorizado. Del otro lado, la voz de Costacurta sonaba tal vez igual de placentera que la mía. Inesperadamente, dijo que en realidad se trataba de una prueba de aislamiento de la cual aprendería a valorar los detalles de la existencia, pero le aseguré que los panales existían, y aun deseaba ver, una por una, el resto de mis celdas inadvertidas. Antes de cortar la llamada le pedí fuera cada dos días para llevarme comida, algún cambio de ropa y que, esta vez asegurara mejor la puerta.

Del libro:
El otoño come su hoja.
Laura Cardona
Martha Eugenia Colunga
Luis Cuevas
Ma. Teresa Figueroa Damián
Cecilia Magaña
Javier Rizzo.
México, 2009

Cecilia Magaña

Diana dibujada

Tomas el sobre con tu nombre y lo abres. Diana está por pasar corriendo detrás de ti. Diana María, como le dice su marido: Diana María, ven acá...no me dejes hablando solo como pendejo... ¡Diana!
Los tacones se escuchan bajando las escaleras. Guardas el estado de cuenta de tu pensión en el sobre, también el pedacito que rompiste para abrirlo. Avanzas hasta los escalones despacio, aprietas el papel. Buenos días. Ella pasa a tu lado y te mira de reojo. Buenos días. Se acomoda la correa del portafolio que resbala de su hombro y jalonea una bolsa negra hasta los botes, junto a la salida del edificio.
Subes el primer escalón. Escuchas el portazo, miras hacia arriba: el marido no sale llamándola para preguntar a qué hora llega; debe estar dormido. Guardas la correspondencia en el bolsillo del suéter, donde también hay una servilleta de papel doblada en cuatro. Regresas hasta los botes de basura. El portón del edificio sigue cerrado. Te aseguras de que no haya puertas abiertas. Estiras el cuello para alcanzar a ver el fondo del pasillo. La mano derecha te tiembla. Cuando estás seguro de que nadie te observa, tomas la bolsa negra, casi abrazándola y subes los 23 escalones. Lo haces tan rápido como te lo permiten las rodillas, perdiendo a veces de vista algún peldaño con tal de llegar pronto y esconderte. Por fin llegas, cierras con llave y te sientas en el sillón. Con la servilleta doblada secas el sudor de tu frente. La mano todavía tiembla cuando vacías el contenido de la bolsa sobre la alfombra. Remueves la basura con el pie. La extiendes para verla toda.
Encuentras un anillo, una foto de ella, pegada a un cuadro de cartón y dos bocetos que hizo el marido. Te agachas para regresar el resto a la bolsa. La dejas junto a la entrada. Ya la pondrás en el bote cuando vayas a la esquina por el periódico. Los tesoros los llevas al cuarto. Ahí ya espera Diana en las paredes, su cabello negro, largo, revoloteando en la brisa del mar que le moja los pies; Diana que juega con un perro a la entrada de una casa con zaguán, Diana sin su reloj de pulsera, recostada en un sofá. Buenos días, vuelves a decirle, mientras buscas el carrete de cinta adhesiva en el buró. Ella responde con una sonrisa débil, incluso borrosa, desde el boceto a carbón. Cortas un pedazo de cinta con los dientes. ¿Dónde te gusta? ¿En el baño o aquí junto a la cama? Alisas la orilla del dibujo contra la pared y lo pegas. El otro intento, en el que Diana ya no sonríe, lo pones debajo de la almohada. La foto queda recargada a la orilla del frutero, sobre la mesa.
Esperas a que den las nueve y te pones a bolear los zapatos de piel de tortuga. Después de la última cepillada, te los calzas y guardas el betún, el cepillo y la franela en una caja que escondes bajo el sillón. Vas hacia la mesa y acercas tu cara a la de ella, demasiado blanca por la luz del flash y tan próxima que puedes distinguir que sus ojos no son cafés, sino verde oscuro. ¿Quieres algo de la calle?, preguntas, aunque conoces la respuesta.
Al volver con el diario y una bolsa con sopa que te vendieron en la cocina económica, la encuentras mirando todo con sus ojos de lago triste y la nariz casi inexistente de tan iluminada. La llevas al sillón para escuchar el programa matutino pero ella no abre la boca: tal vez no es tristeza y más bien está enojada. A la hora de la comida, la recargas en un vaso y permites que ahora ella te examine sin hablar. Puedes sentirla observando el bigote recortado, tal vez demasiado oscuro para tu edad.
Un estruendo de música rebota en el pasillo; el esposo debe estar despierto, buscando los óleos que luego llenarán de aroma todo el corredor. Levantas la cara, como si pudieras verlo justo encima de ti. El sonido de los cajones que se vacían directamente sobre el suelo y su voz ronca, ininteligible pero violenta, parecieran caer del techo. ¿Para qué estás con él? ¿No te cansas de que grite todo el tiempo? Los pasos del marido avanzan más allá de la lámpara y después se oye el metal de la puerta. Ahí viene. Escuchas cómo baja la escalera. Tira algo a los botes. Sube otra vez. Cierra de un portazo. Ahora sí, ¿qué decías?, preguntas y esperas. Luego le avisas que vas a lavar platos. Mientras terminas con los cubiertos, la sientes tan a punto de abrir la boca, que sigues tallando el aire con tal de permanecer ahí, en la sensación de su compañía respirándote muy cerca. Es por eso que no la mueves de lugar cuando vuelves al sillón para ver el programa de concursos y evitas mirarla de cerca hasta la noche, cuando suenan sus tacones subiendo la escalera.
Antes de que empiece el noticiero, te sirves leche y la dejas reposar en la mesa para que no esté tan fría. Diana y el marido se pelean. Él dice algo de un anillo. Ella llora. Desde la ventana de la cocina, ves la luz que sale del departamento ocho e ilumina las cuatro paredes que dan al patio. Luego las sombras de los dos. Ella baja. La sombra de él no se queda quieta.
Avanzas hasta tu puerta y miras por el ojo de vidrio pero no ves nada más que la escalera vacía. Hay ruidos que parecen venir de los botes y luego la voz de la vecina, hablando con Diana. El corazón te palpita en las orejas, que aunque cada día parecen más grandes ya no te permiten entender lo que dicen. Tu mano derecha se queja. Vas a sentarte en el sillón pero no alcanzas a llegar. Tocan a la puerta. ¿Quién? Soy la vecina del ocho.
Permaneces de pie, a media estancia. Las manos cerca del pecho, apenas asomándose por las mangas del suéter, flácidas como un par de calcetines sucios. Ya no tiemblan. Necesito saber si encontró algo en la basura. Te quedas callado. Ábrame la puerta, por favor.
Recorres la cerradura y ella entra dando pasos largos, sin el portafolio, despeinada. ¿Dónde está el anillo? No tiene la expresión dormilona que te acompañaba desde las paredes. La nariz inexistente se declara aguileña y levemente colorada. La señora del cuatro me acaba de decir que lo vio en la mañana. Registra todo con la mirada. Camina hacia la recámara. Sigue hablando. Habla mucho y usa palabras que te parecen ajenas. No se preocupe por lo de la basura, a él no le importa y a mí tampoco... pero el anillo... No me va a perdonar lo del anillo. Y sigue moviéndose con prisa, torpemente, como si no reconociera los espacios donde ha pasado tantas horas.
¿Está aquí? Entra a tu cuarto y cierras los ojos, temiendo escuchar en cualquier momento los dibujos y las fotos desprendidas a tirones de las paredes. Pero sólo está su voz chillona que de pronto se calla. Debe haberlo encontrado sobre la cómoda. Sientes el aire que la sigue cuando pasa junto a ti y la escuchas murmurar algo, pero no entiendes qué.
Abres los ojos. Tomas tu llave y cierras la puerta. Muy despacio entras al cuarto. Diana ya no está. En la pared, pegados con cinta, hay una serie de papeles y etiquetas de refresco. Arrastrando las pantuflas, caminas al comedor. El vaso de leche suda frío sobre la mesa. Junto al charquito que se ha formado, un cartón cuadrado te espera para cenar. Te sientas y la silla se balancea bajo tu peso. El rechinido de madera llena el departamento. Sin levantarte, examinas las patas e identificas la que está rota. Después de unos segundos de quietud, tomas el pedazo de cartón entre tus manos. Lo doblas despacio para llenar el espacio vacío entre el suelo y la extensión de la silla.

Del libro:
El otoño come su hoja.
Laura Cardona
Martha Eugenia Colunga
Luis Cuevas
Ma. Teresa Figueroa Damián
Cecilia Magaña
Javier Rizzo.
México, 2009

Ma. Teresa Figueroa Damián

Judea en vivo

Pero si usté fue el de la idea, padre. Para semana santa siempre habíamos hecho las tres caidas. Eso de Judea no me latió desde un principio. Judea seguro que por los judas. En las tres caidas Judas nomás salía cuando se horcaba, pa’qué queremos más, con tantos Judas que andan en la calle. Los chamacos aplaudían del gusto que les daba ver al Celso amarrado del cuello con un mecate, sacando tamaña lengua. Ya sabe que al que le toca ese triste papel queda salado para todo el año, pero a Celso, que es pura chacota, no le cala: «si me toca la sal se la echo a la cerveza» y a las grandes risas, ni quién diga nada. Luego el sábado era la pura risión con la quema de los monos que hacen de judas. ¿de onde sale usté que hora ya no se ha de quemar al presidente municipal o a al entrenador de la selección?
¡Padre, ya ni la chifla! ¿Cuándo cree que voy a terminar quinientos rosarios? ¿Cuántos le puso al Ra-món? Mire, desde que usté me escogió pa’nazareno, a ese güey le vi los ojotes vidriosos de coraje. ¿No se le hace que son muchos quinientos rosarios? yo no hice mas que lo que cualquier hombre que los tenga en su lugar hubiera hecho. Todo fue culpa del méndigo ese y de la Yeni que también anduvo de pizpireta: justo cuando usté me puso que no volteara a ver a las viejas, ella pasaba con sus pantalones a la cadera bien retrincados, mientras su pendejo haciendo ayunos y penitencias.
¿Qué usté no vió al Ramón jijo de la chintrola, dándose la gran vida? empinándose cuanta caguama quería, total, un centurión qué tiene que perder. Cuando yo llegaba a la tienda a comprarme mi pepsi, él empezaba a hacer burlas, que ya viene el santo, que al cabo que pa’que lluvia si ni paraguas, mirando de reojo a la Yeni.
Sí padre, cierto que las muchachas del catecismo me mandaban capirotada: «pa’que te alivianes el ayuno» y algo se me bajaba el coraje, pero padre ¿onde va a comparar a las catequistas con la chamaca de la tienda? Sí pues, también las de la adoración nocturna casi se arrodillan cuando me probaron la túnica, como si de veras fueran Marta y María, mientras yo bien chiviado nomás miraba las sandalias que me hizo Casimiro. A la Yeni no le caía el veinte de que la buena suerte iba a alcanzar hasta para ella. Cuántas bilis me tragué cuando la miraba despachando los birotes y a las risitas con los chistes del Ramón. Nomás espérate a que termine la cuaresma desgraciado, pensaba por dentro.

¿Se acuerda como el muy perro en la primera junta luego, luego dijo: «Que Tanilo sea el Cirineo»? Tanilo está bien trasijado, qué me iba a ayudar con la cargada. Al drede que lo dijo el recabrón. Y después que qué tal que la corona se hiciera de alambre de púas, acuérdese que entonces sí usté dijo que le parara, que eso ya era un esexo. Pos cómo no, si con la corona disimulada todavía me duele, fígúrese con una de púas. Y todo para que usté me salga ahora con el chingo de rosarios y la descomunión.
No padre, si nomás participé por darle gusto a la jefa, ya ve cómo se le rasaron los ojos cuando lo supo: «¡Tanto que le rogué a la Virgen que te escogieran!» No me lo tome a mal padre, pero yo no estaba tan contento: eso de no tomarse ni un farolazo el sábado, y de morderse la lengua pa no andar de mal averiguado 40 días... pero lo pior: cómo le iba a explicar a Yeni eso que dijo usté de la astinencia de la carne.
¿Quiere más castigo? Haga cuenta que ya hice penitencia: no sólo la astinencia mentada. Después, la fregadera del lavatorio. Dizque se les hizo tarde, dizque cortaron el agua, la cosa es que los apóstoles llegaron con las patas más chorriadas que su madre y la túnica toda charpiada de lodo. Cuando les reclamé contestaron que «esto era más que un pariencia, que el lavatorio bueno lo hizo el señor cura anoche». Pos ni modo, a limpiarlos con un trapo. Luego a mi compadre el Pilatos se le va olvidando eso de que «para mi este hombre es inocente» y yo parado en el sol esperando que dijera algo, mientras que mi compadre nomás pelaba los ojos a ver si alguien le soplaba. A la otra y manda crucificar a Barrabás...
Haiga visto cómo me cucaba el Remión: ¡Vengan a ver al hechicero, pasen a ver al embaucador! el muy faceto daba de latigazos en la banqueta sacando el pecho, muy girito porque al casco le ensartó unas plumas y los guaraches se los pintó con mixtión de plátano. Echándosela el muy güey como si de a de veras fuera policía. ¿Vio cómo le hizo punta a su lanza de palo?
Y luego, de pura fregadera que toca la primera caida mero en frente de la tienda, no, pues me agüité un resto. El Tanilo no dio ni tres pasos cuando se fue de hocico con todo y la cruz.
Padre, la pura verdá, cuando el cieguito dijo eso de «veo, madre, veo», los vecinos ya estaba asoliados y aburridos, ya ve la de tolvanera que hizo. Nomás no se regresaron a su casa por no ofenderlo a usté. Y a mí que aguanté todo es al que va a castigar. No le digo que fue por causas de Ramón.
¡Maldito Ramón jijo diuna! con lo bien que me había salido el «con su matun es», cuando este méndigo en vez de pegarle a la bolsita de anilina como usté dijo, me va dando en las verijas: «¡Ya me chingastes, pinche ojete!», «¡Pos seguro que te lo mereces!», «¡Bájenme de aquí pa’ darle en su madre!», «¡A ver quién te baja, pendejo!». Los apóstoles que se le van encima al mono ese, la bola de centuriones que los atajan, yo nomás veía como se tiraban de madrazos, todos contra todos. José de Arimatea en vez de desamarrarme bajó a Dimas, el Gestas y yo tratábamos de aventar patadas y de ahí, hasta que llegó el Sr. Cura echando pestes: nos ha puesto una bailada a nosotros, a los mirones y hasta usté salió tiznado. Entonces la descomunión y los rosarios y estos indios que no se les quita lo hereje.
Me da pena por usté y por Crucita que no pudo hacer la lloradera ¡tanto que había ensayado! Pero con todo y el desgarriate de la lanzada, ¿a poco no le dió gusto cuando las muchachas de la congregación dijeron que hora sí estuvieron buenas las tres caidas?



Nota:
Este relato está escrito en base a la narración oral
que hacía mi abuelo Luis Figueroa Cervantes,
quien siempre aclaraba: y esto pasó, pasó en Tlapehuala.


Del libro:
El otoño come su hoja.
Laura Cardona
Martha Eugenia Colunga
Luis Cuevas
Ma. Teresa Figueroa Damián
Cecilia Magaña
Javier Rizzo.
México, 2009

Luis Cuevas

Cecilia


YO estaba en la cantina La buena vida esperando a Cecilia que ya llevaba quince minutos de retraso. La había conocido en el curso de inglés al que me mandaron de la oficina, hacía 3 meses, yo tenía 27 años y ella 21. El lugar estaba lleno. Eran las diez de la noche de un viernes. Un hombre cantaba a capela, esforzándose por que su voz se escuchara por encima de la rockola. Quince minutos no eran tantos, pero ya me estaba desesperando.
—¿Puedo sentarme?
Dijo un hombre y se sentó junto a mí sin esperar la respuesta.
—Perdón, estoy esperando a alguien.
El hombre miraba fijo al piso. Se mordió el labio inferior, luego con una mano se tapó los ojos.
—Señor, que estoy esperando a alguien.
El hombre comenzó a llorar, sin destaparse los ojos. Llevaba un traje café con pequeñas líneas verticales blancas y camisa café claro. El pelo lucía ya muchas canas, le calculé cincuenta años, no menos. Pensé en preguntarle si podía ayudarle en algo pero no lo hice, me molesté más aun con Cecilia por su tardanza que había dejado que invadiera nuestra mesa ese pobre señor. Entonces experimenté algo de compasión. No mucha.
Después de un rato se secó la cara.
Discúlpame— dijo, y se levantó.
—No se preocupe.
Se quedó parado junto a mi mesa recargado a la pared, le dijo algo al mesero y un minuto después le trajo una cerveza. Bebía lentamente. Respiraba profundo, como intentando calmarse. Pasaron varios minutos y Cecilia seguía sin aparecer. De cuando en cuando el hombre miraba la silla vacía. Llamé a Cecilia pero me decían que estaba fuera de la zona de servicio. Vi la hora y supuse que ya no vendría.
—Si quiere siéntese— dije —yo ya me voy.
Se sentó. Yo me levanté y me estaba poniendo mi chamarra cuando vi que Cecilia entraba a la cantina, llevaba un pantalón de mezclilla y una camisa de manta. Nunca antes la había visto disfrazada de hippie, lucía muy bien.
—¿Ya te ibas? El tráfico está terrible
—No. Me estaba quitando la chamarra, está hirviendo.

Nos besamos. Volteó a ver al señor:
—Siempre si viniste Martín, qué malo eres Rubén, me hubieras dicho para no cancelarle a Martha. Hola, yo soy Cecilia.
Estiró la mano, el hombre me volteó a ver fugazmente, luego se levantó y sin tomar la mano de Cecilia dijo.
—Mucho gusto. José Flores. Con permiso
Ah, no eres Martín— Cecilia quitó la mano— Perdón, mucho gusto. ¿No lo conoces?
Negué con la cabeza. José volvió a recargarse en la pared, con la mirada fija al piso. Tomé su asiento y Cecilia el que había sido mío.
—Se parece a mi papá— dijo
Yo ya sabía que su padre se había suicidado cuando ella tenía 16 años, por eso cambié el tema
—¿Y cómo te fue con lo de Gigante?
—Muy bien— dijo mientras sonreía a José que había quedado a mis espaldas, no supe si respondió la sonrisa pero sentí celos.
Platicamos un rato, yo olvidé a José. Luego Cecilia me lo señalo con los ojos. Estaba llorando de nuevo, ahora sin cubrirse la cara. Cecilia se levantó y fue hacia él, le dijo algo al oído y le tomó el hombro. Ese acto no me sorprendió para nada, ya la había visto consolar a un niño de la calle. José la abrazó y enterró la cara en el hombro de ella, temblaba, empuñaba con fuerza la blusa de Cecilia. Después de un rato se calmó. Soltó la blusa. Cecilia lo trajo a la mesa, me levanté para que se sentara en mi sitio pero Cecilia me pidió que no me parara. Sentó a José en la otra silla y ella se acuclilló junto a él, sin soltarle la mano.
—¿Quieres platicar?— dijo —Saca lo que traes, para que te desahogues.
José miro a Cecilia a los ojos; luego a mí, después a Cecilia de nuevo, por último volvió la mirada al piso. Susurro algo inaudible.
—¿Qué? —preguntó Cecilia
—Se suicidó por mi culpa.
Cecilia me miró por un momento. Yo estaba incómodo.
—Vámonos Ceci.
Me levanté de la silla. Ella pareció no escucharme. José quitó su mano y se tomó la cabeza apoyando los codos en la mesa. Cecilia se levantó y le puso la mano sobre la espalda, frotándola suavemente.
—Si quiere platíquenos, le va a servir, sáquelo.
Entonces su gusto por la psicología me empezó a parecer pura morbosidad. Hacía años que yo había perdido todo el interés por escuchar confesiones de borrachos.
—¿No quiere platicar?
José negó con la cabeza. Cecilia quedó cabizbaja; dio un suspiro.
—No es bueno quedarse con las cosas adentro, sea lo que sea que le haya pasado, dígaselo a alguien, confiéselo, ábrase al mundo. No está sólo.


Francamente me pareció un comentario de lo más inoportuno y estúpido. Pero recordé que Cecilia apenas tenía 21 años. José ni siquiera volteó a verla.
—¿Nos vamos?— dije casi como una orden.
Cecilia asintió. Me tomó del brazo y salimos.
—¿Qué habrá hecho?— me preguntó
No pude resistirlo:
—¿Y a ti qué, te importa?
Me arrepentí instantáneamente
—Perdón. No sé. Chantajeó a alguien hasta que se mató, a su mujer, qué sé yo. Mejor no preguntar eso.
—No tiene cara de mala persona, seguro fue un accidente. Por eso no está en la cárcel.
Me dio risa su inocencia.
—¿Qué?
—Nada. Estamos en México Ceci. ¿Desde cuando los culpables están en la cárcel?
Tronó los dientes.
—¡Señorita!
Volteamos. Era José que venia trotando. Llegó hasta nosotros.
—Déjeme que le cuente. Pero a usted sola.
—Lo siento señor, ella viene conmigo y ya nos vamos
—No. Está bien, déjanos platicar tantito.
Suspiré. Crucé la calle y me retiré aun unos pasos más. Lo suficiente para no oír lo que no me importaba pero también para poder correr en ayuda de Cecilia si algo pasaba. Se sentaron en la banqueta. Cecilia tomó de nuevo la mano de José. Él empezó a hablar, primero lentamente, intercalando espacios en que mantenía la boca cerrada y volteaba a ver a Cecilia. De repente habló más rápido, empezó a mover la mano que tenia libre, la empuñaba, le temblaba el brazo, luego se calló unos segundos, dijo algo y Cecilia soltó su mano y se levantó visiblemente molesta, me volteó a ver. José comenzó a llorar de nuevo. Cecilia lo miró, se volvió a sentar a su lado pero ahora no le tomó la mano. El hombre en medio del llanto continuó su confesión, ahora empuñaba las dos manos, cerró los ojos y empezó a golpearse con los puños en la frente. Gemía. Cecilia se levantó. José se jalaba ya los cabellos y alcancé a escuchar su grito:
—¡Era una niñita todavía… y la violé!
Cecilia le dio una patada en la cara. Él comenzó a reír deformando su rostro. Cecilia lo volvió a patear una, dos, tres veces. José se dejó caer al suelo, ella siguió golpeándolo, le escupió. Crucé la calle y la abracé para que no continuara, me golpeó el pecho y me mordió. Grité. La jalé y después de doblar en la esquina dejó de forcejear. La solté.
Ceci se sentó en la acera y comenzó a llorar. Me senté junto a ella. Le tomé la mano. Me la aventó
—¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!— dijo. —Cabrón, me jodiste para siempre, hijo de puta, era una niñita, cabrón ¡Eras mi papá!
Y siguió llorando durante seis altos y siete sigas. Luego se limpió las lágrimas. Se levantó sin mirarme a los ojos.
—Ya me voy, nos vemos luego
—Te acompaño a tu casa.
—No, quiero estar sola. Discúlpame.
Discúlpame tú, pero no te voy a dejar ir así.
Asintió, fuimos hasta su carro, no me costó mucho que me dejara conducir. No hablamos durante todo el camino. Llegamos y su madre nos abrió la puerta. Me presenté y me despedí.
Al siguiente día llamé a Cecilia. No habló de lo que había pasado la noche anterior ni yo le pregunté nada. En los otros dos meses que duró nuestra relación evadimos el tema, hasta que me terminó porque según ella no tenía el tiempo suficiente para dedicarme lo que me merecía, aparte de trabajar ahora ya había sido aceptada en la facultad de psicología de la Universidad de Guadalajara. No he sabido nada más de ella. Aunque duramos poco la quise mucho. Casi la amé. Creo que si esa noche no hubiera hablado con José todavía andaríamos. Seguro que no se habría metido a estudiar psicología. Pero quién sabe. Espero que haya sido para su bien.

Del libro:
El otoño come su hoja.
Laura Cardona
Martha Eugenia Colunga
Luis Cuevas
Ma. Teresa Figueroa Damián
Cecilia Magaña
Javier Rizzo.
México, 2009


Martha Eugenia Colunga

La salmonelosis mojigata

¡Por fin, por fin!, exclamaba jubilosa la joven entre pequeños saltos y aplausos, mirando su ficha de admisión sujeta con imanes en la puerta del refrigerador. Pasado mañana era el gran día: la toma de la fotografía del desnudo masivo de Tunick en el Zócalo.
Los treinta días anteriores habían sido terriblemente conflictivos. Había luchado contra los prejuicios morales y tabúes de sus padres, amigos, vecinos y compañeros de trabajo. Para ella, posar desnuda representaba su boleto a la liberación y a la independencia. Era su confirmación de que por fin se había liberado de la restrictiva y castrante educación familiar y escolar que había recibido en su infancia.
Todavía le maravillaba la facilidad con que había resuelto su dilema moral. Simple y sencillamente decidió teñir su cabello, artificialmente rubio desde hace más de 10 años, para recobrar su natural color negro; había pasado toda la tarde anterior en el Spa, pasando una y otra vez por el proceso de autobronceado, hasta adquirir un tono de piel casi moreno, y había alisado su larga melena usualmente rizada. ¡Así, —pensaba ella— aún cuando en alguna foto haya algún acercamiento mío, nadie podría reconocerme! Así, el conflicto moral estaba resuelto. El pecado era una infracción social: si nadie la reconocía, nadie podría recriminarle… si nadie le acusaba de inmoral y libertina, ella no se sentiría culpable… Llevaba 30 días leyendo la frase que había garapateado en el techo, justo arriba de su cama: «Los mojigatos nunca serán libres».
No terminaba aún de felicitarse, cuando los retortijones estomacales y las náuseas que ella había atribuido a los nervios desde esa mañana, reclamaron su total atención. Con un incipiente pavor se dirigió corriendo al baño, repasando mentalmente las comidas del día anterior, mientras rogaba: ¡No, por favor, no, Dios mío; no me castigues, que no me enferme hoy, por favor!

Pero Dios no la escuchó. La infección estomacal no cedió a los antibióticos comunes que ella tenía en casa, al enema y a la purga. Después de doce horas, el bronceado artificial apenas escondía la palidez de su rostro y las azuladas ojeras. Para el sábado a media noche recordó el viejo remedio familiar de la abuela. Después de todo, «el tapón para la diarrea» no le había fallado nunca a nadie durante dos generaciones, así que, valientemente, se tomó un vaso gigante de agua mineral con maicena y empezó a prepararse. Tenía que estar en el Zócalo a las cuatro de la mañana del día siguiente.
Febril y debilitada, se vistió con unos holgados pantalones estilo militar, llenos de bolsas laterales para guardar sus artículos personales y una sudadera; sin ropa interior, por supuesto, para no perder tiempo al desnudarse. Se puso tenis sin calcetines, una cachucha beisbolera y unos lentes oscuros y salió de su departamento.
Llegar al Zócalo había sido un auténtico vía crucis, pero por fin se acercaba, entre codazos, pisotones, insultos y jalones de la muchedumbre, a la última aduana. Había logrado pasar con éxito todos los controles de seguridad que las autoridades habían instalado; así que cuando se formó en la última fila, justo antes de lugar en donde se tenían que desnudar para dejar su ropa, no esforzó sus ojos miopes para leer el letrero que coronaba la garita provisional.
Para cuando por fin llegó a la cadena de acceso, sus ojos quedaron petrificados en el letrero que rezaba:
«inútil formarse sin su ficha de admisión»
En el instante justo en que su mente visualizaba el papel que se había quedado en su departamento, sujeto con el imán en la puerta de su refrigerador, el infalible tapón de la abuela, empezó a disolverse en sus entrañas.


Guadalajara, Jal. 12 de mayo del 2007.

Del libro:
El otoño come su hoja.
Laura Cardona
Martha Eugenia Colunga
Luis Cuevas
Ma. Teresa Figueroa Damián
Cecilia Magaña
Javier Rizzo.
México, 2009


Laura Cardona

A las ocho se sirve la cena

A
las ocho llega tu suegra, lleva al niño, tienes que cargarlo aunque los restos de tu adicción se sientan todavía en las caderas… vas a servir la cena, entrarás a tu casa dejando las llaves en la mesa; pero tienes que levantarte… mueve un brazo, intenta con una pierna… levántate Luisa; tal vez son las seis de la tarde, el portazo que dio todavía te sacude los oídos… mírate, boca abajo sobre el tapete sucio con el trasero desnudo y ajado en el suelo polvoriento y ennegrecido, envuelta en este olor a sal y humo de cigarro que flota alrededor, nauseabundo. El cuarto era el mejor de todos, te cobraron cincuenta pesos más, probablemente por este espejo manchado de la pared, la ventana de madera con sus bisagras oxidadas y el derecho a ocultarte de la ciudad, en este rincón donde el tránsito es sigiloso, las luces pardas y la mercancía que se exhibe es ambulante. Tus ropas parecen estranguladas, las rodillas te duelen con el suelo frío, bajo la cama los encajes rosas, la niña de la tienda te los modeló, se puso las bragas con las manos sobre la ropa, tenía unas coletas en el cabello y disfraz de colegiala «así te las van a quitar» dijo llevándose la prenda hasta los dientes.
Los brazos te tiemblan y las piernas responden titubeantes, sabes que se derrumbarán si te pones de pie, quieren llorarte los ojitos… no digas que no lo sabías, la voz lo delataba por la mañana «hace un chingo que no cogemos» lo escuchaste decir, sintiendo el frío de las cloacas en verano, con el celular en la oreja en medio de tus amigas, hablaban de sus maridos, sus hijos y de las muñecas antiguas exhibidas en la vitrina del lugar, esos juguetes perfectos con los que nadie juega, desayunando, como cada miércoles, y tu ahí fingiendo la parsimonia de las esposas pensando que tal vez hoy sería diferente.
Si tan solo levantaras un brazo, pero no puedes, no pudiste ni la primera vez que lo conociste cuando sin darte tiempo de cerrar la puerta del taxi preguntó «¿a dónde?» sudabas a pesar del frío, «¿a dónde?» repitió viéndote por el retrovisor sin parpadear, tenía los ojos tristes de los depredadores, y los dientes carcomidos de los niños que crecen en barrios pobres, persiguiendo a las señoras para que les den un peso. Mordía la base de la cajetilla de cigarros, sin ningún parpadeo, la perforó, sacó uno y se lo llevó a la boca; el semáforo estaba en verde y él se detuvo, el taxímetro tenía que avanzar «a Insurgentes y Reforma» le contestaste, acababas de dar la conferencia esa, donde dices «Es responsabilidad inherente del ser humano defender, a costa de lo que sea, a los desvalidos, a los que no tienen voz, a los que necesitan ser protegidos…» esperaste, dejaron de aplaudir «rescatemos a los perros».
Te acomodabas el escote cuando él veía, ¿creías que sería como los demás?, un cuarto, un rato, algo de dinero y ya. Rodolfo no es así, él te llevó al hotel, se bajó del taxi y te esperó en la habitación hasta que pagaras, entraste irónica, dispuesta, experta, los tacones pisaban fuerte, volteaste con discreción y él se quitaba la camisa, un golpe a vinagre te invadió y después un empujón, el piso en la cara, las lijas de sus manos sobre tu piel tratada, el aliento añejo de parrandas, los golpes, las mordidas, las palabras de socorro en el oído «todas son iguales, les gusta que las maltrate, son putas que se regalan» y tu más que nunca temblando. Esa primera vez serviste como siempre a las ocho la cena, con tu sonrisa estúpida en la cara, viendo de frente a tu marido.
Ahora ya te levantaste, recoge tu ropa del suelo, tu bolsa y la cartera con las fotografías de la familia, retoca el maquillaje, acomódate el cabello, acelera, queda poco tiempo, pero no te angusties, que no hubo un beso de despedida, probablemente mañana te llame, quizás mañana te busque y lo veas de nuevo y tal vez, tal vez mañana sea diferente.

Del libro:
El otoño come su hoja.
Laura Cardona
Martha Eugenia Colunga
Luis Cuevas
Ma. Teresa Figueroa Damián
Cecilia Magaña
Javier Rizzo.
México, 2009