Cecilia
YO estaba en la cantina La buena vida esperando a Cecilia que ya llevaba quince minutos de retraso. La había conocido en el curso de inglés al que me mandaron de la oficina, hacía 3 meses, yo tenía 27 años y ella 21. El lugar estaba lleno. Eran las diez de la noche de un viernes. Un hombre cantaba a capela, esforzándose por que su voz se escuchara por encima de la rockola. Quince minutos no eran tantos, pero ya me estaba desesperando.
—¿Puedo sentarme?
Dijo un hombre y se sentó junto a mí sin esperar la respuesta.
—Perdón, estoy esperando a alguien.
El hombre miraba fijo al piso. Se mordió el labio inferior, luego con una mano se tapó los ojos.
—Señor, que estoy esperando a alguien.
El hombre comenzó a llorar, sin destaparse los ojos. Llevaba un traje café con pequeñas líneas verticales blancas y camisa café claro. El pelo lucía ya muchas canas, le calculé cincuenta años, no menos. Pensé en preguntarle si podía ayudarle en algo pero no lo hice, me molesté más aun con
Cecilia por su tardanza que había dejado que invadiera nuestra mesa ese pobre señor. Entonces experimenté algo de compasión. No mucha.
Después de un rato se secó la cara.
—
Discúlpame— dijo, y se levantó.
—No se preocupe.
Se quedó parado junto a mi mesa recargado a la pared, le dijo algo al mesero y un minuto después le trajo una cerveza. Bebía lentamente. Respiraba profundo, como intentando calmarse. Pasaron varios minutos y
Cecilia seguía sin aparecer. De cuando en cuando el hombre miraba la silla vacía. Llamé a
Cecilia pero me decían que estaba fuera de la zona de servicio. Vi la hora y supuse que ya no vendría.
—Si quiere
siéntese— dije —yo ya me voy.
Se sentó. Yo me levanté y me estaba poniendo mi chamarra cuando vi que
Cecilia entraba a la cantina, llevaba un pantalón de mezclilla y una camisa de manta. Nunca antes la había visto disfrazada de
hippie, lucía muy bien.
—¿Ya te ibas? El tráfico está terrible
—No. Me estaba quitando la chamarra, está
hirviendo.
Nos besamos. Volteó a ver al señor:
—Siempre si viniste Martín, qué malo eres
Rubén, me hubieras dicho para no cancelarle a
Martha. Hola, yo soy
Cecilia.
Estiró la mano, el hombre me volteó a ver fugazmente, luego se levantó y sin tomar la mano de
Cecilia dijo.
—Mucho gusto. José Flores. Con permiso
—
Ah, no eres Martín—
Cecilia quitó la mano— Perdón, mucho gusto. ¿No lo conoces?
Negué con la cabeza. José volvió a recargarse en la pared, con la mirada fija al piso. Tomé su asiento y
Cecilia el que había sido mío.
—Se parece a mi papá— dijo
Yo ya sabía que su padre se había suicidado cuando ella tenía 16 años, por eso cambié el tema
—¿Y cómo te fue con lo de Gigante?
—Muy bien— dijo mientras sonreía a José que había quedado a mis espaldas, no supe si respondió la sonrisa pero sentí celos.
Platicamos un rato, yo olvidé a José. Luego
Cecilia me lo señalo con los ojos. Estaba llorando de nuevo, ahora sin cubrirse la cara.
Cecilia se levantó y fue hacia él, le dijo algo al oído y le tomó el hombro. Ese acto no me sorprendió para nada, ya la había visto consolar a un niño de la calle. José la abrazó y enterró la cara en el hombro de ella, temblaba, empuñaba con fuerza la blusa de
Cecilia. Después de un rato se calmó. Soltó la blusa.
Cecilia lo trajo a la mesa, me levanté para que se sentara en mi sitio pero
Cecilia me pidió que no me parara. Sentó a José en la otra silla y ella se acuclilló junto a él, sin soltarle la mano.
—¿Quieres platicar?— dijo —Saca lo que traes, para que te desahogues.
José miro a
Cecilia a los ojos; luego a mí, después a
Cecilia de nuevo, por último volvió la mirada al piso. Susurro algo
inaudible.
—¿Qué? —preguntó
Cecilia—Se suicidó por mi culpa.
Cecilia me miró por un momento. Yo estaba
incómodo.
—Vámonos
Ceci.
Me levanté de la silla. Ella pareció no escucharme. José quitó su mano y se tomó la cabeza apoyando los codos en la mesa.
Cecilia se levantó y le puso la mano sobre la espalda, frotándola suavemente.
—Si quiere
platíquenos, le va a servir,
sáquelo.
Entonces su gusto por la psicología me empezó a parecer pura morbosidad. Hacía años que yo había perdido todo el interés por escuchar confesiones de borrachos.
—¿No quiere platicar?
José negó con la cabeza.
Cecilia quedó cabizbaja; dio un suspiro.
—No es bueno quedarse con las cosas adentro, sea lo que sea que le haya pasado,
dígaselo a alguien,
confiéselo,
ábrase al mundo. No está sólo.
Francamente me pareció un comentario de lo más inoportuno y estúpido. Pero recordé que
Cecilia apenas tenía 21 años. José ni siquiera volteó a verla.
—¿Nos vamos?— dije casi como una orden.
Cecilia asintió. Me tomó del brazo y salimos.
—¿Qué habrá hecho?— me preguntó
No pude resistirlo:
—¿Y a ti qué, te importa?
Me arrepentí instantáneamente
—Perdón. No sé. Chantajeó a alguien hasta que se mató, a su mujer, qué sé yo. Mejor no preguntar eso.
—No tiene cara de mala persona, seguro fue un accidente. Por eso no está en la cárcel.
Me dio risa su inocencia.
—¿Qué?
—Nada. Estamos en México
Ceci. ¿Desde cuando los culpables están en la cárcel?
Tronó los dientes.
—¡Señorita!
Volteamos. Era José que venia trotando. Llegó hasta nosotros.
—Déjeme que le cuente. Pero a usted sola.
—Lo siento señor, ella viene conmigo y ya nos vamos
—No. Está bien,
déjanos platicar
tantito.
Suspiré. Crucé la calle y me retiré aun unos pasos más. Lo suficiente para no oír lo que no me importaba pero también para poder correr en ayuda de
Cecilia si algo pasaba. Se sentaron en la banqueta.
Cecilia tomó de nuevo la mano de José. Él empezó a hablar, primero lentamente, intercalando espacios en que mantenía la boca cerrada y volteaba a ver a
Cecilia. De repente habló más rápido, empezó a mover la mano que tenia libre, la empuñaba, le temblaba el brazo, luego se calló unos segundos, dijo algo y
Cecilia soltó su mano y se levantó visiblemente molesta, me volteó a ver. José comenzó a llorar de nuevo.
Cecilia lo miró, se volvió a sentar a su lado pero ahora no le tomó la mano. El hombre en medio del llanto continuó su confesión, ahora empuñaba las dos manos, cerró los ojos y empezó a golpearse con los puños en la frente. Gemía.
Cecilia se levantó. José se jalaba ya los cabellos y alcancé a escuchar su grito:
—¡Era una
niñita todavía… y la violé!
Cecilia le dio una patada en la cara. Él comenzó a reír deformando su rostro.
Cecilia lo volvió a patear una, dos, tres veces. José se dejó caer al suelo, ella siguió golpeándolo, le escupió. Crucé la calle y la abracé para que no continuara, me golpeó el pecho y me mordió. Grité. La jalé y después de doblar en la esquina dejó de forcejear. La solté.
Ceci se sentó en la acera y comenzó a llorar. Me senté junto a ella. Le tomé la mano. Me la aventó
—¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!— dijo. —Cabrón, me
jodiste para siempre, hijo de puta, era una
niñita, cabrón ¡Eras mi papá!
Y siguió llorando durante seis altos y siete sigas. Luego se limpió las lágrimas. Se levantó sin mirarme a los ojos.
—Ya me voy, nos vemos luego
—Te acompaño a tu casa.
—No, quiero estar sola.
Discúlpame.
—
Discúlpame tú, pero no te voy a dejar ir así.
Asintió, fuimos hasta su carro, no me costó mucho que me dejara conducir. No hablamos durante todo el camino. Llegamos y su madre nos abrió la puerta. Me presenté y me despedí.
Al siguiente día llamé a
Cecilia. No habló de lo que había pasado la noche anterior ni yo le pregunté nada. En los otros dos meses que duró nuestra relación evadimos el tema, hasta que me terminó porque según ella no tenía el tiempo suficiente para dedicarme lo que me merecía, aparte de trabajar ahora ya había sido aceptada en la facultad de psicología de la Universidad de
Guadalajara. No he sabido nada más de ella. Aunque duramos poco la quise mucho. Casi la amé. Creo que si esa noche no hubiera hablado con José todavía andaríamos. Seguro que no se habría metido a estudiar psicología. Pero quién sabe. Espero que haya sido para su bien.
Del libro:
El otoño come su hoja.
Laura Cardona
Martha Eugenia Colunga
Luis Cuevas
Ma. Teresa Figueroa Damián
Cecilia Magaña
Javier Rizzo.
México, 2009